HABÍA llegado el correo, aquella mañana del 23 de mayo de 1683, ¡uf que calor!, precisamente cuando el virrey don Antonio de la Cerda, conde de Paredes, estaba a punto de reventar: su alma reverberaba, las tripas le rugían por sobrecargo de gases y la cabeza era un verdadero manicomio -diablos de ideas, enredadas, surgía un pensamiento a toda marcha y lo correteaba otro, el más grande devorando al más pequeño, como siempre.